Entre la melancolía valenciana y la euforia catalana, la cuestión es cómo salir del fatalismo reinante para construir un país distinto con hombres y mujeres mejores
¿Cómo se siente uno cuando habla con alguien de fuera del coche de Rita, del cocinero de Fabra, del no-ingreso en prisión del otro Fabra, del sueldazo del expresidente Camps, de las rutas del despilfarro, de las familias rebuscando en los contenedores de basura…? (no sigo, es suficiente) ¿qué piensa? ¿qué dice? En mi caso, la última conversación fue un guantazo seco, sin aviso, de esos que hacen hincar la rodilla del boxeador en la lona. En un viaje reciente por el norte de España, me sentí avergonzado y asqueado pero, para mi sorpresa, bastante apenado. Con mi familia y amigos escuché a un guía cultural repetir hasta en tres ocasiones los mismos comentarios críticos hacia los gobernantes de nuestra comunidad, en un tono burlón y humillante. Después de mucho vacilar, conseguí hablar con él delante del grupo para persuadirle de que estaba obrando como alguien que se ríe de los errores o del dolor de los demás, pero asumí lo evidente y no me enroqué en “tú peor” o “en todas partes cuecen habas”. No fui capaz de más. ¿Qué me impedía decir algo más? ¿Por qué me sentía tan triste? Quizás me había instalado en la inferioridad, ante mí mismo y la mirada de los demás.
Es seguro que los muchos casos de abuso e incompetencia, las políticas de austeridad impuestas y el despiece y mercantilización de lo público han provocado que nosotros, los valencianos, aparezcamos descreídos de los gobernantes e instituciones. Y desvalidos ante unas políticas que ni compartimos ni nos benefician. Ya no hay una “comunidad del bienestar” que merezca dicho nombre porque la pobreza, convertida en la nueva peste que quieren hacer invisible, llega a más personas. Tampoco debemos perder de vista que, antes de la Gran Recesión, nuestra comunidad se había transformado en mercancía bajo el imperativo del escaparate. Sólo se seguía con empeño el rastro del dinero para tenerlo y exhibirlo. Las calles y el litoral, los colegios y universidades, la salud y los cuidados, los teatros, las artes y las ciencias, la memoria, nosotros mismos éramos productos mostrados en un luminoso escaparate donde el único valor era el valor de exposición. Éramos una casa de subastas en la que, a golpe de martillo, se especulaba para obtener la ganancia máxima. Cualquiera podía entrar, comprar y vender un lote, pero sólo si su presupuesto se lo permitía o se había transformado en una mercancía de lujo-récord-plusmarquista, es decir, casi nadie. O mejor dicho: los de siempre. Por decirlo todo, no es posible entender lo ocurrido durante los “años de vino y rosas” sin la colaboración o la sumisión de muchos, la que nos propició dinero fácil, rápido y nos alejó de un desarrollo personal más exigente y profundo. Es probable que estos y otros factores hayan acabado por herir el amor propio, la dignidad de cada uno: “soy culpable de mi fracaso y me avergüenzo de mí mismo” (autocastigo) y, también, por atacar los valores identitarios que compartimos como valencianos: “no valemos nada y me avergüenzo de ser valenciano” (más autocastigo).
Otro destino ha sido terminar quemado por la impotencia, esa mezcla envenenada de incapacidad por cambiar las cosas y de rabia por no conseguirlo: “Con la que está cayendo, ¿qué puedo hacer yo, tan insignificante, ante algo que me sobrepasa?”. Como si fuera una variante del síndrome de burnout, en el síndrome del socarrat, el estrés por ser de aquí o vivir en la Comunidad durante estos años es tan intenso que puede causar absentismo identitario. Parece que fuera todo a estallar en pedacitos de colores de la Señera coronada. La pena de la gente se ha convertido en una condición perdurable e ininterrumpida mientras que la fortuna dura, a lo sumo, los 90 minutos de un partido de fútbol del equipo local. A este paso, podemos llegar a ser una sociedad crónicamente enferma de sujetos melancólicos y fatigados de sí mismos que necesiten de medicación para sobrevivir.
Ahora bien, si levantamos la cabeza y miramos cómo nuestros vecinos de las tierras altas están afrontando estos tiempos nos encontramos con un estado emocional y comportamiento muy diferentes. Para muchos catalanes la independencia se ha convertido en el Bálsamo de Fierabrás, la pócima mágica que bebe Don Quijote después de una paliza morrocotuda, capaz de curar todas las dolencias que les afligen incluyendo las económicas, las sociales y las morales, da igual. En realidad, su respuesta a este drama de la pérdida es zambullirse en un estado de excitación emocional y sustituir el pensamiento lógico-científico por el pensamiento mágico-religioso, con el que generan relaciones causa-efecto sin una fundamentación lógica estricta.
Así, hacen un veredicto apocalíptico “no hay salvación en España” y establecen un ritual de consulta el 9-N para alcanzar la recompensa idealizada “todo es posible con un Estado propio”. En estas circunstancias, una lengua gigantesca de fuego incendia imparable cualquier argumento lógico. Una posibilidad para reconducir el conflicto a un debate con propuestas razonables es templar a la ciudadanía exaltada mediante la palabra, la negociación, el pacto, pero no atrincherarse en el silencio. Pero, ¿qué gobernante de aquí y de allá tiene la fuerza mental y la autoridad moral para sostener esa tarea? Lo anterior puede hacernos ver que los valencianos estamos quietos en el calabozo de la melancolía porque ya “nada es posible” o, después de lo ocurrido, ya no tenemos derecho a nada, ni siquiera a hablar o reclamar lo que es justo, mientras que los catalanes galopan a lomos del secesionismo y gritan entusiasmados “nada es imposible”. Melancólicos unos y eufóricos otros, habitamos los extremos. Es la bipolaridad mediterránea que amenaza descomposición.
En cualquier caso, las preguntas siguen dentro golpeando una y otra vez la cabeza: ¿qué hacer con la sobredosis depresiva que estamos padeciendo cada uno? ¿Cómo salir de este fatalismo que está anclado en los valencianos? Aunque el malestar tiene la apariencia de incurable, se adivinan una serie de soluciones pero sólo consideraré algunas originadas en fuentes profundas. Entre ellas destaca la de asumir la pérdida de aquel tiempo, asumir que aquellos años ya no volverán al igual que no lo hará nuestra niñez o las personas queridas que han fallecido o las personas que han dejado de amarnos. Aceptar que no somos lo que éramos o no tenemos lo que queremos a cualquier precio, pero otros sí tienen, es siempre doloroso porque pone límites a nuestro narcisismo y nos llena de oquedades. Dolor y vacío que hacen brotar el llanto. Y las lágrimas se transforman de manera inesperada en salvación.
No es casualidad la cercanía entre la muerte y el amor. Sólo dejaremos de ser melancólicos sí se produce la prodigiosa transformación de amarnos a nosotros mismos, de querer a los demás, de cuidar a los desamparados, de educar mirando a los ojos como lo consiguen los verdaderos maestros, de acompañar en el sufrimiento físico y mental incluso en el camino hasta la muerte como hacen muchos médicos, de crear lo que sea (un mundo mágico alrededor de un plato de comida, una coreografía repleta de guiños o una empresa de tejidos anfibios) para compartirlo con uno mismo y con los demás. Los valencianos que lo hacen nos alumbran el camino a seguir en estos tiempos difíciles, como es el caso de Rosa Bautista la mujer que nos muestra, en estas páginas, su rostro, sus manos y su determinación porque sí, aunque no tenga el don de las palabras, de los números o de la belleza, tiene alma y necesidad de querer. Habrá que trabajar duro para la realización personal y colectiva pero no bajo el imperativo plusmarquista de tener más dinero (títulos académicos, cómics, firmas de famosos, da igual) y exhibirlo, del fanatismo de las ganancias, de ser especial a toda costa, de tener una voz propia por encima de la de los demás. Desde mi punto de vista, la búsqueda de una Comunidad “casa de subastas”, habitada por sujetos plusmarquistas olímpicos bajo el eslogan neoliberal del “Nada es imposible”, ha resultado ser una auténtica trampa mortal para el progreso y la maduración de los valencianos. Una verdadera utopía regresiva a la que hay que combatir con pasión y razones.
Después de lo dicho, ¿sería capaz de decir algo más en una situación semejante a la vivida este verano lejos de la Comunidad? Estoy convencido que hoy ya no arrastraría la mirada por los cordones de mis zapatos para pedir respeto, para reclamar consideración hacia nosotros los valencianos porque ahora, mañana, el año que viene, en lugar de seguir apáticos o encerrados en los asuntos de cada uno para sobrevivir, tenemos el propósito de remangarnos y ponernos manos a la obra para llegar a ser una Comunidad lúcida, solidaria, que busca soluciones a los problemas que los gobernantes actuales no son capaces de dar.
Para ayudar a pensar estos asuntos, que consideramos de primera relevancia, proponemos en la presente edición del especial 9 d’Octubre editado por EL PAÍS Comunidad Valenciana la reflexión y la mirada de varias mujeres y hombres de aquí y de fuera que tratan de los temas mencionados y apuntan soluciones para suscitar otros debates siempre yendo más allá de los estereotipos habituales. De esta manera, el lector tendrá más ideas para contestar a una pregunta definitiva: ¿existe alguna posibilidad de construir un país distinto con mujeres y hombres mejores? Ustedes dirán.
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